el lenguaje es machista

Uno de los debates feministas recurrentes en la actualidad tiene que ver con el machismo y el lenguaje. Es curioso comprobar cómo este asunto levanta tantas ampollas, genera discusiones tan acaloradas y reacciones tan viscerales. «Las palabras solo son palabras y hay cosas más importantes de las que preocuparse», dicen algunos, pero parece que las palabras nos importan a todos y todas, incluyendo a esos que sentencian que este es un debate superficial, esos que con frecuencia son los que más a pecho se lo toman. Y es normal que las palabras nos importen.

Las palabras nunca son solo palabras, porque el lenguaje abre el campo de lo real, de lo visible, de lo pensable, de lo imaginable. A través de él una sociedad puede ver más y mejor, o ver unas cosas en vez de otras. El más infundado de todos los argumentos contra el lenguaje inclusivo es la supuesta insignificancia del lenguaje en contraposición con temas «más importantes». El lenguaje está inseparablemente unido a cómo vemos y percibimos precisamente los temas más importantes, y a cómo se considera que otros son insignificantes, de modo que no es necesario reparar en ellos.

El lenguaje inclusivo es, por tanto, la búsqueda de una manera de hablar que nombre a las mujeres. Lo hacemos por ejemplo cuando desdoblamos el género y decimos «ciudadanos y ciudadanas», o «niños y niñas». A estos desdoblamientos se suele oponer el argumento de que uno de los principios de las lenguas ha de ser la economía del lenguaje, es decir, que tenemos que tender a hablar de maneras que no lleven a duplicar o multiplicar las palabras o las expresiones de tal modo que hablar sea más largo y engorroso. <…> En un parlamento, por ejemplo, la llamada cortesía parlamentaria hace que el tratamiento adecuado para un diputado sea «Excelentísimo señor don», lo cual obliga, además, a decir a continuación tanto el nombre como los dos apellidos. Así pues, en lugar de referirnos a un diputado como «Señor Álvarez», deberíamos decir «Excelentísimo señor don Juan Álvarez Martínez». No es precisamente la economía la que impone este lenguaje, sino la voluntad de hacer prevalecer, sobre ella, fórmulas de reconocimiento y respeto. Sería cuando menos extraño que esos reconocimientos del lenguaje parlamentario o jurídico que nos exigen largas y enrevesadas expresiones, fueran, sin embargo, incompatibles con visualizar, nombrándolas, a las mujeres de una cámara, una forma de reconocimiento mucho más básico. ¿Cómo medimos qué reconocimientos son necesarios y cuáles no? Tenemos que dedicar tiempo a decir «Excelentísimo señor don» para referirnos a cada uno de los miembros de un parlamento porque es una muestra de reconocimiento y, sin embargo, decir «diputados y diputadas» y dedicar una palabra para reconocer al conjunto de las mujeres de una cámara es atentar contra la economía del lenguaje?

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